Cuando me desperté, el cartero todavía seguía ahí. “Buenos días, hay una carta para ti”.
Hasta aquí, nada relevante: lo del correo, ya lo hacían los egipcios. Entré con la misiva a casa y entonces tropecé con unos ojos de… ilusión. O conmoción. O espanto. No sé.
– Pero, ¿es que estarán viniendo otra vez?, me dijo.
-¿Quiénes?, respondí con asombro.
-Los carteros.
Hasta aquí Roberto Benigni o David Trueba tendrían una genial trama para hacer una bellísima película. Porque aquí, si hay algo, es ficción. Bienvenidos al pueblo.
Sucedió hace un año. Los medios se hacían eco de la noticia de que en un pueblo de la ancha Castilla -La Mancha (profunda), el correo ordinario, sin previo aviso, se convertía en extraordinario. Ni una carta. , decía un vecino.
Y fue allí, en ese mismo momento, cuando “por la gracia de lo ordinario” comenzó un insólito choque cultural en alguien que nace en un pueblo de menos de 1.000 habitantes y vive en un ático dentro de la M-30. No había cartas. Esta fallida correspondencia me hizo reflexionar sobre otros aspectos fundamentales para las sociedades por los que en el pueblo había que batallar, y caí en la cuenta de que, por ejemplo, casi tampoco llegan maestros y la escuela lucha por mantenerse abierta cada año. Ni por poco el médico, quien debe repartir su tiempo en atender a otras zonas rurales: más vale anticiparse al resfriado y coger una buena cita.
Y, por supuesto, el transporte público tiene el mismo funcionamiento que el aeropuerto de Ciudad Real. Digamos que esto es como vivir en la estepa siberiana, pero con más humor. Porque aquí servicios públicos no, pero la gente tiene humor innato, te lo prometo. Aunque quizá es un mecanismo de defensa frente al medio. No sé.
Ya ves, en el pueblo todo es una fantasía: las cartas casi no llegan, pero sí las pandemias. Un servicio básico desbancado por un virus que, al parecer, se originó a 10.000 kilómetros y que aterrizó en un punto en el que, probablemente, la mitad de los habitantes no sepan qué es un rollito de primavera. Y, entonces, estos inconvenientes que todos ya sabemos y que la vida moderna dice que afectan a la ‘España vaciada’, han pasado a un segundo plano durante este verano. Porque frente a la adversidad y el drama sanitario mundial actual, esta España histérica, de forma inesperada y poco ordenada, se ha organizado para dividirse en dos claras partes diferenciadas: la que tiene pueblo y la que no.
Adiós al sueño de recorrer descalza las playas de Bali, acariciar a festivas llamas en el Machu Pichu, tomarte un frappé en la Quinta Avenida o disfrutar de una lluvia monzónica en las Filipinas. Pero, escúchame, no te preocupes: si tienes pueblo, estás salvado, no tienes nada que envidiar ni añorar. Que sí, que la única certeza es la incertidumbre, pero yo te digo que no hay incertidumbre si tienes pueblo. Y aquí llega el eterno retorno. Aunque sea caduco. Pero, ¿qué ha pasado para que ante la adversidad, si tú me dices pueblo, lo dejo todo?
La obviedad del silencio y la calma. Imagina la fantasía de vivir en un pueblo sin pandemias. O con ellas. Quizá el único inconveniente real sería que no tendrías cartas. Porque la única utopía en la ruralidad es la de los servicios básicos, lo otro, es inalterable e innegable. Es eterno. Y no hemos venido aquí para hablar del drama de la España vaciada y de sus inconvenientes, porque, te voy a decir una cosa: yo aquí sólo veo ventajas y una herida reparable con el tiempo. Exponerse a la tranquilidad y dejarse caer en la calma. Hacerle un ERTE a la vida, por qué no. Disfrazarse de melancolía y darle un golpe de afecto y efecto a la tierra.
Ni siquiera se han celebrado este verano fiestas de guardar, pero ya se han guardado todas para cuando deje de ser domingo. Porque, aunque no te lo creas, en el pueblo siempre amanece. Y eso, no es poco.