Hay un brillo especial en los ojos de aquellas personas que tienen la fortuna de tener claro el camino, ese algo al que desde antiguo le pusieron de nombre vocación, en el sentido de ser llamado hacia un determinado fin o destino. Un camino irrenunciable e innegociable contrario a este mundo líquido contemporáneo con el que debemos fluir asumiendo que no somos más que piezas intercambiables de una sociedad que cada vez necesita menos piezas humanas.
Frente a esa desazón contemporánea que brilla en los ojos de muchos de los jóvenes que encontramos en las aulas universitarias, apenas un puñado de estudios resisten el envite de los tiempos habitados por más distopías que utopías. Las maestras infantiles son una de ellas. Si hablo en femenino, en primer lugar es porque la mayoría de mis alumnas en las aulas universitarias lo son, y segundo, porque los alumnos han dejado de sentirse amenazados por el lenguaje en femenino, aunque ya debiera sobrar explicación alguna.
Suelo preguntar, cada comienzo de curso, las razones les traen a las aulas universitaria de Educación Infantil. Cada una, y cada uno, llegan con una historia en la mochila, con un recuerdo infantil en el que han cimentado su afán de imitación, su modelo a seguir. Pido que lo conviertan en cuento para niñas y niños pequeños. Las vidas están llenas de cuentos que tenemos pendientes de narrar. Al leerlos o al escucharlos contados en sus voces, es imposible no envidiar la fortuna de habitar en un rumbo cierto.
Después poblaremos su cabeza de metodologías educativas, pero como escribió en su día Miguel Ángel Santos Guerra, catedrático de Didáctica y Organización Escolar en la Universidad de Málaga en su famosa metáfora de "Pesar el pollo", que tan bien se adapta a la realidad universitaria, por más que "pesemos al pollo, esto no hará que el pollo crezca, es necesario alimentarlo de forma equilibrada, sana y rica" y entre esa alimentación también se encuentra la formación equilibrada, sana y rica de sus futuras maestras y maestros en su pluralidad y en su diversidad, formándolas no sólo para ser maestras de ciudad en la cultura dominante, sino también para ser maestras rurales o para ser capaces de adaptarse a niñas y niños de otras tradiciones culturales que también necesitan modelos en los que reconocerse.
No deja de ser una maravilla civilizatoria encontrar personas que deseen dedicar su vida a educar a las crías de otros seres humanos desconocidos, en un ejercicio de altruismo de especie casi sin parangón, que bien merece no sólo un día, sino algunos más.
El 27 de noviembre en España, Portugal, Irlanda, Francia e Italia celebramos a San José de Calasanz, patrón de los maestros, las celebraciones son múltiples en los distintos países. La UNESCO declaró el día 5 de octubre como el Día Mundial de los Docentes, Guatemala lo celebra el día 25 de junio conmemorando a la maestra María Chinchilla Recino asesinada en 1944, y así en Argentina se homenajea el 11 de septiembre a Domingo Faustino Sarmiento, en Chequia el 28 de marzo a Juan Amos Comenio, pedagogo del siglo XVII, en Panamá el 1 de diciembre a Manuel José Hurtado, el 18 de febrero en los países árabes o en Bolivia el 6 de junio a Modesto Omiste Tinajero, por citar sólo algunos ejemplos de la diversidad en la celebración del día de las maestras y maestros que habitan cada rincón del planeta.
Las maestras y maestros son plurales, como los pueblos y ciudades que habitan, como sus barrios, como sus niñas y niñas. Cuidemos de esta diversidad porque quizá un día la ciencia aprenda cómo inyectar vocaciones en el ser humano y entonces ya nunca será lo mismo.