
Las calles de Albacete cambiaron de nombre. Foto de Archivo
Mientras abandonaba España, la comitiva de Alfonso XIII se detuvo unos minutos en La Roda para llenar el depósito de los automóviles y para que el monarca pudiera estirar las piernas. Unas horas después llegó a Cartagena y desde allí, el Rey emprendió su exilio. Solo unos días antes, en la placidez de palacio, el jefe del Estado no imaginaba que tan pronto dejaría el país para siempre. El 14 de abril de 1931 todo cambió para él y para la historia de la patria.
Un año antes, tras el fracaso de la dictadura militar de Primo de Rivera, España se encontraba en una situación política de incertidumbre, con la constitución suspendida y en un limbo legal que presuponían que algo iba a ocurrir. El republicanismo, presente desde hacía décadas, empezó a ocupar un espacio determinante. Así ocurrió también en Albacete, donde hasta la fecha, estos ideales se habían mostrado con una prudente timidez.
A partir de agosto de 1930, tras el Pacto de San Sebastián entre republicanos y socialistas, la dinastía Alfonsina comenzó a tambalearse. Durante los meses siguientes, el Círculo Republicano albacetense aunó voluntades, movilizó a la población mediante actos de propaganda en la Casa del Pueblo, el Ateneo o el Colegio de Médicos y editó varios periódicos con los que agitó a la opinión pública. Por eso, cuando se convocaron elecciones municipales para el 12 de abril de 1931, eran pocos los que no interpretaban los comicios como un plebiscito entre Monarquía o República.
La Semana Santa había terminado y la pasión de abril se trasladó al futuro político. La maquinaria propagandística de ambas candidaturas echó a andar en los periódicos y en los pasquines que circulaban como la pólvora por Albacete. La pugna se trasladó a la prensa, con un enfrentamiento abierto entre Eco del Pueblo, por el lado republicano y Defensor de Albacete y El Diario de Albacete, desde el espectro monárquico. En las páginas de los periódicos se sucedían las acusaciones de insultos, embustes y la difusión de falsos rumores. Por toda la provincia se celebraron mítines y en la capital hubo dos que tuvieron especial resonancia: el de la candidatura monárquica, en el Teatro Circo, con el entonces alcalde, José María Blanc y figuras como Otoniel Ramírez, Joaquín Quijada o Antonio Gotor; y el de la conjunción republicano-socialista, celebrado el domingo 5 de abril en la Plaza de Toros.
Este acto, el más multitudinario de la campaña con miles de asistentes, fue el que mayor polémica generó. Participaron oradores como Fabri Ribas, María Zambrano y el médico Arturo Cortés. Este último, en contacto con Madrid, era el hombre fuerte del republicanismo albacetense. Según la prensa monárquica, durante el mítin calificó a los contrincantes de “estafadores, chantajistas, canallas, los monárquicos no son personas decentes”.
En las jornadas sucesivas, los diarios dinásticos no ahorraron “elogios” y versos satíricos sobre Cortés mientras aireaban la supuesta amenaza de Rusia, el comunismo y advertían que si ganaban los revolucionarios, los monárquicos no podrían ni respirar; sería el triunfo “de los odios y las venganzas”. En frente, los republicanos mostraban otra visión de la realidad: “He aquí la espléndida manifestación de un pueblo nuevo. Albacete, como los demás pueblos de la aherrojada Iberia, sale de su letargo y se apresta a luchar por la redención y engrandecimiento patrio. A plena luz, sin distingos de clases, frente al sol cegador de la Libertad”.
Para entender cómo España había llegado hasta aquí, bastan un puñado de versos de El Duende del Altozano: “En los pueblos, las urnas / limpias esperan / a que voten los hombres / como ellos quieran, / más luego en el Concejo, / sin que se explique, / verás que el que dispone / será el cacique”. Aquel Albacete de abril de 1931 era un hervidero de palabras en medio de las ollas de la cacharrería de la Plaza de Carretas; una conversación tras otra en la peluquería de Cándido Martínez; un comentario continuo en la puerta del Gran Hotel. No había otra cosa de la que hablar.
Y pese a la tensión oratoria, apenas hubo incidentes durante la campaña. Uno, al que apodaban Chato Varela, fue detenido por los agentes de la autoridad cuando arrancaba y rompía una candidatura monárquica que se hallaba colocada en la fachada del depósito de aguas, al lado de otra republicana, al tiempo que profería gritos subversivos.

Portada Miss Republica. Foto: Biblioteca Nacional
La vida seguía mientras se acercaba la jornada histórica de votación. Unos adolescentes, Rufino, El Chiqui y El Quemao, fueron cazados cuando robaban pan, un pavo y una gallina. Quien no tenía necesidad, se entretenía en el Teatro Cervantes con el estreno de alguna de las superproducciones de la Metro Goldwin Mayer y en la Plaza del Altozano, el limpiabotas soñaba con que las manifestaciones hicieran aumentar su negocio. Llegó el domingo 12 de abril y las tabernas y los bares permanecieron cerrados por orden gubernativa. Se votó sin altercados y con sinceridad. En la ciudad, la coalición republicano-socialista obtuvo la mayoría, con un 57% de los votos.
Cuarenta y ocho horas después la expectación era máxima. Arturo Cortés recibió la llamada de José Giral. Según relató Andrés Gómez-Flores, “hacia las cinco de la tarde una multitud de albacetenses se congregaba feliz ante el Círculo Republicano”. La manifestación llegó hasta el Altozano donde se gritó: “Viva la República, Viva España, Viva Albacete”. Años después, Ezequiel San José lo recordaba así: “un mar de banderas tricolores y rojas; las gentes entre gritos y vivas tarareaban, descompasadamente, estrofas de la Marsellesa”.
El 16 de abril se constituyó el Ayuntamiento de Albacete y el doctor Cortés fue nombrado gobernador civil. No se había sentado aún en su sillón cuando se encontró con el primer problema serio, la huelga de los trabajadores del Pantano de la Fuensanta. Mientras tanto, apenas unas semanas después de la proclamación de la República, en Madrid, otro albaceteño, José Prat, presenció cómo ardía el convento de la calle de la Flor y le dijo a un amigo, “aquí hemos perdido la República”. No se equivocaba. Aquel fue el comienzo del fin.