Resulta paradójico, por no decir dramático, que tras la excelente exposición sobre La calle Ancha: pasado, presente y futuro, organizada por el Archivo Histórico Provincial hace apenas unas semanas, asistamos incrédulos al derribo –con la alevosía del despertar de agosto- del edificio de viviendas que el arquitecto ciudadrealeño Daniel Rubio Sánchez proyectó para don José Alonso Zabala en mayo de 1917 unos cuantos metros más allá, en el chaflán de Dionisio Guardiola (antigua Carlos IV) con Teodoro Camino.
Era la crónica de la muerte anunciada de este inmueble, ya centenario, al que el abandono, la desidia y la ruina han conducido inexorablemente a la picota. El periodista Sebastián Moreno publicaba en 1975 un artículo a propósito de este tipo de actuaciones bajo el título: “Un Albacete que muere”. Y, cuarenta y dos años después, seguimos agonizando. ¡No aprendemos!
Sin entrar a valorar la obra de Rubio en su conjunto, con sus luces y sus sombras, nadie puede discutir que fue el más original de los arquitectos que a principios del siglo XX convirtieron Albacete en una ciudad con mayúsculas. Obras como el Gran Hotel, la casa de Hortelano (actual Museo de la Cuchillería), el sanatorio de don Arturo Cortés (sede de la Subdelegación de Defensa) o el bello quiosco modernista del círculo central de la Feria pasan por ser algunos de los monumentos más reconocibles de nuestra capital, por desgracia no demasiado pródiga en ellos. Admitiendo que no era ésta una de sus construcciones más singulares, su nexo con la casa de los Flores que se asoma pizpireta a Tesifonte Gallego tras su rehabilitación por una célebre entidad bancaria, hacía de esta manzana uno de los pocos continuum que nos quedaban del Albacete antiguo. En la casi también centenaria Carta de Atenas de 1931, el arquitecto y restaurador italiano Gustavo Giovannoni introducía ya este aspecto del “ambiente” en el marco de la conservación monumental, para advertir la necesidad de preservar no sólo los grandes edificios sino también las pequeñas construcciones y la escenografía de época que los rodean, así como los contextos urbanos. Se trataba con ello de poner en valor, a partir del concepto de tiempo histórico, una arquitectura tradicionalmente considerada menor, así como de evitar “los islotes artísticos”, es decir, las edificaciones completamente desnaturalizadas y ajenas a su realidad ambiental, como ocurre por desgracia con el cercano chalé Fontecha…
Se podrá argumentar que las ciudades son entidades vivas y, por ello, en permanente evolución, pero no es menos cierto que todas, sin excepción, debieran poseer unas señas de identidad propias, que suelen coincidir con un momento puntual y especialmente brillante de su existencia, y que dichas señas se vinculan a una serie de monumentos concretos. Es lo que la geografía urbana denomina “el centro histórico”, con independencia de la mayor o menor antigüedad del mismo. El que algunos dicen que Albacete no tiene y lo que ha justificado derribo tras derribo. Pues bien, al decir de la mencionada exposición, dicho momento bien podría haber sido el primer tercio del siglo XX. Aunque, por lo visto, tendremos que esperar al futuro, ya que, como apuntaba Fernando Chueca Goitia, el Albacete actual ha suplantado -y sigue haciéndolo- al Albacete antiguo, haciendo imposible reconocernos en un pasado que a este paso, en poco tiempo, será tan solo el fruto de nuestra memoria.
Como otras tantas veces, tendremos que recurrir a las fotografías de Belda o a las exposiciones del Instituto de Estudios Albacetenses para recordarlo y darnos cuenta de la torpeza de quienes, indiferentes o insensibles, no supieron apreciar en su día el valor del patrimonio histórico e incluirlo en un simple catálogo que asegurase, cuando menos, la protección de su fachada. Asistiremos alienados a una nueva exposición: ¿Quién se acuerda de la calle Ancha? Por cierto, quedan muchas otras casas fuera de ese imprescindible catálogo.
PD. Me temo que dejar morir los edificios de nuestra ciudad no responda a la máxima ruskiniana de que es preferible su ruina a alterar la esencia y el uso de los mismos. De otro modo, no podría entenderse el escarnio al que todos los años se ve sometido el citado quiosco del recinto ferial, concebido originalmente para “repostería y orquesta”, acogiendo a multitudes bebiendo mojitos y bailando música enlatada como si no existiese un mañana o locales ex profeso. Todo ello entre contenedores repletos de basura y bajo la atenta mirada de guardias de seguridad con pinganillo y, por supuesto, de la administración, eso sí, en zona vip.
Manuel Mujeriego, ha sido profesor asociado de Historia del arte en la UCLM y en la actualidad es profesor de enseñanza secundaria en el IES Parque Lineal de Albacete.